jueves, 2 de diciembre de 2010

Concordato de 1851

El concordato de 1851 fue un tratado firmado entre España y la Santa Sede. En esta fecha, el entonces presidente del Consejo de Ministros español Juan Bravo Murillo, de acuerdo con la reina Isabel II trató de cumplir un viejo objetivo del Partido Moderado: el restablecimiento de las relaciones Iglesia-Estado a través de la firma de un concordato.
A lo largo del siglo XIX, desde las Cortes de Cádiz hasta Mendizábal se había sucedido un proceso acelerado de desamortización de los bienes eclesiáticos. Aprovechando el momento dulce de la Década Moderada que en 1845 ya había aprobado la Ley de Donación de Culto y Clero que restituía a la iglesia católica en los bienes desamortizados y no vendidos, aprobó y firmó con el papa Pío IX un concordato por el que el Estado español reconocía a la Iglesia católica como la única de la "nación española" así como sus derechos a poseer bienes.
La religión católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquiera otro culto continúa siendo la única de la nación española, se conservará siempre en los dominios de S. M. Católica con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados cánones (...)
También establecía su participación en la determinación de la enseñanza:
En su consecuencia la instrucción en las Universidades, Colegios, Seminarios y Escuelas públicas o privadas de cualquiera clase, será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica; y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas (...)
Finalmente se restablecían sus jurisdicciones así como la capacidad de censura.
S. M. y su real gobierno dispensarán asimismo su poderoso patrocinio y apoyo a los obispos en los casos que le pidan, principalmente cuando hayan de oponerse a la malignidad de los hombres que intenten pervertir los ánimos de los fieles y corromper las costumbres, o cuando hubiere de impedirse la publicación, introducción o circulación de libros malos y nocivos (...)
La Iglesia por su parte aceptaba la desamortización efectuada hasta entonces y levantaba las condenas eclesiásticas efectuadas en su momento contra el Estado y sus instituciones a causa de las mismas. El tratado, además, fijaba el número de diócesis que existirían en España, ligeramente inferior al número de sedes episcopales (ocupadas o vacantes) existentes en aquel momento.

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